jueves, 21 de agosto de 2014

Los Ultimos días de Maurras, IIa parte

Transcripción del libro del canónigo Aristides Cormier Mis conversaciones con Maurras y su vuelta a la Iglesia



"Acompañado de estos valedores, el martes 1 de Abril, respondiendo a su invitación recibida en la víspera, entré no sin emoción en la pequeña habitación de la clínica que ocupaba Maurras.
En medio de un desorden de libros, de periódicos y de papeles que se amotonaban sobre su mesa de trabajo, invadían los asientos, acumulándose incluso sobre el suelo, pude ver un viejecito tan menudo que parecía flotar dentro de sus ropas negras, ocupado en escudriñar la papelera. A causa de su sordera no me había escuchado entrar. Esperé algunos instantes antes de que se volviera hacia mí y advirtiera mi presencia.
No he olvidado su sonrisa y su prisa por venir hacia mí cuando me vió inmóvil a pocos pasos de él. Pero, sobre todo, recordaré toda mi vida la impresión extraordinaria que experimenté frente a su rostro. Olvidé de un golpe la imagen poco grata de profesor retirado, con la clásica perilla blanca y los lentes, que se destacaba cómicamente cuando yo entré.
¡Qué cabeza sorprendente tenía delante de mí! ¡Qué ojos los que me observaban! Grandes y  negros, de mirada imperiosa y vivísima. La cabeza erguida me parecía tan imponente que semejaba separada de la apariencia de cuerpo que la sostenía. En seguida advertí que estaba en presencia de un ser excepcional y una extraña timidez me apresó. Timidez a la que el mutismo que le imponía su sordera, agravaba más, con una especie de incomodidad física.
La sonrisa y las palabras exquisitas con las que me dio la bienvenida sumadas a su prisa por desalojar una silla repleta de libros para sentarme a su lado, desvanecieron pronto el amague de timidez. Estabamos ahora instalados frente a su mesa de trabajo.
Puso delante de mí una hoja de papel, excusándose por ocasionarme el trabajo de escribir. Fue entonces cuando se inició nuestra primera conversación.
Con gran curiosidad, maurras me preguntó los detalles sobre la estancia de Benjamín en la clínica de San Gregorio. Respondí a sus preguntas haciendo correr rápidamente el lápiz sobre la hoja blanca que, a poco fue cubierta por mi escritura y fue reemplazada por un cuaderno escolar.
Cuando le narré los últimos momentos de su amigo, la muerte tan valerosa y tan cristiana de Benjamín, le ví detenerse en su lectura, que efectuó interrumpiéndola tras cada frase, y permanecer soñador durante algunos instantes.
--Es hermoso -me dijo al terminar- y muy digno de él.
Le noté vivamente emocionado.
Se informó, en seguida, de mi enseñanza en el Gran Seminario y me habló, en aquella ocasión se algunos teólogos eminentes que él conociera, algunos de los cuales habían sido amigos suyos: el Cardenal Billot en particular, y el P. Pègues, que cada año iba a llevarle un volumen, el último aparecido,  de su Comentario literal a la Summa.
--Y yo lo leía atenta y religiosamente - añadió.
Las entrevistas siguientes debían de probarme que Santo Tomás era para él, en efecto, algo familiar.
Como temía prolongar demasiado esta primera visita y fatigarlo, puse fin a la entrevista expresándole antes de retirarme mis esperanzas de un nuevo enuentro.
--Claro que sí  -me respondió- Vuelva usted a verme. Sus visitas serán gratas para mí. Lo único que le  pido es que me avise antes para que pueda encontrarme desocupado.
Con paso lento y vacilante se empeñó en acompañarme, a pesar de mis protestas, hacia la escalera, para repetirme tendiendome su mano:

--Hasta pronto.

Antes de abandonar la clínica, me detuve unos instantes en la capilla para dar gracias a Dios. El recibimiento que me había hecho superaba en sencillez y cordialidad cuanto había podido esperar. Benjamín acababa de ser el "primero", el más elocuente y el más conmovedor de los intermediarios entre sus dos amigos.



*   *   *

Dentro ya de mi casa, recordé, para fijarlos bien en mi memoria, todos los detalles de esta primera entrevista.
Reflexionando, pensé que ésta había constituído un buen punto de partida.
Era una brecha en la muralla, un paso inicial hacia el centro de la plaza fuerte. esta alma que me parecía tan bien guardada. Las defensas exteriores habían sido franqueadas, aquellas que se oponen de ordinario a quien viene a perturbar la paz, las que temen a los curiosos e inoportunos.
Si podía reconocer esta satisfacción, no me hacía ilusiones acerca de las dificultades que me quedaban por vencer.
A pesar de la confianza que Maurras me había testimoniado en esta primera visita, nos hallábamos todavía lejos de esta franqueza de alma que yo aspiraba a lograr un día, y sin la cual me resultaba difícil abordar ciertos temas, como sacerdote ante todo, encargado de una misión sacerdotal para la salud de un alma.
Yo quería que Maurras no viese en mí --o no afectase ver-- más que un vecino amable, un visitante agradable o, incluso, un amigo.
A lo que yo aspiraba, aún a riesgo de perder posiblemente ciertos avances humanos, a lo que yo me disponía era a llamar a su alma menos por razones humanas que por la gracia misma de mi sacerdocio.
Nunca jamás en veinte años había sentido y comprendido este poder misterioso del sacerdocio, su fuerza sobrenatural, como delante de esta hombre.
Sabía que un día u otro nos veríamos obligados a enfrentarnos no en un torneo abstracto, filosófico o teológico, sino en un encuentro patético, en el que su alma sería puesta en presencia de la Misericordia Divina, representada y ejercida por la virtud sobrenatural del sacerdocio.
Es preciso añadir que confiaba mucho en la ayuda de innumerables plegarias de amigos, de discípulos, de almas santas, cuya intercesión me ayudaría a alcanzar el milagro ansiado: el retorno a la casa paterna del viejo hijo pródigo, al menos para morir en ella en paz.
Por eso, poco a poco, afrontaba la situación y trazaba a grandes rasgos por lo pronto, la estrategia a seguir.
Faltaba determinar qué momento sería --o me parecería-- el más favorable para actuar.
¿Convendría más esperar la ocasión o la provocaría yo mismo?
La prudencia turenesa me aconsejaba no apresurarme, hacer todavía algunas visitas y aprovecharlas para conseguir algunas ventajas, penetrando hondo en la confianza del adversario.
Oía esta voz de la prudencia humana, pero otra voz me susurraba una táctica opuesta: la que ya había seguido al ir en mi primera visita derecho al objetivo, sin ocultar a Maurras la misión que me había sido confiada. Me había recibido bien y su puerta permanecía para mí abierta de par en par.
¿Por qué razón emplear fintas y subterfugios? ¿No era preferible provocar, en la primera entrevista una franca explicación, planteando abiertamente el problema de su alma y de sus relaciones con Dios? ¿Oírle su repulsa más pronto o más tarde? ¿No era preferible no perder tiempo? Esta cuestión del tiempo tenía una importancia enorme, pues sabía que la salud de Maurras era muy precaria. Vivía acechado por el peligro de perder en un instante el sentido, e incluso la vida.
Después de haber reflexionado así y orado durante una decena de días, mi decisión estaba tomada y preparada mi pregunta.
Escribí entonces a Maurras para pedirle tuviese a bien recibirme un día y una hora que le convinieran. No se hizo esperar la respuesta:

"Venga usted el miércoles por la mañana; estaremos tranquilos"

Era el 9 de Abril, durante la Semana Santa.


*   *   *
Continuará...



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