lunes, 1 de septiembre de 2014

Los últimos días de Maurras IIIa Parte.

Transcripción del Librito del Canónigo A. Coromier: "Mis conversaciones con Maurras y su vuelta a la Iglesia"




Cuando entré, conducido por la hermana que lo atendía, Maurras estaba sentado a la mesa, tocado extrañamente con un gorro blanco de enfermero:
--Es por el frío --me dijo__, me ataca reuma con facilidad y tengo fiebre.

Dejando de lado la revista que leía, me hizo sentar cerca de sí y al sorprender la mirada indiscreta que dirigí al título:
--Es buena compañía--me dijo sonriendo.
Se trataba de Etudes
Prosiguiendo la conversación así comenzada, me habló de las relaciones que había tenido antaño con ilustres jesuitas:
--Casi todos han muerto ya, y yo soy muy viejo--concluyó con melancolía.
En tanto que le escuchaba evocar sus recuerdos, miraba yo la hoja blanca colocada delante de mí y el lápiz a mi alcance.
La pregunta que quería formularle me obsesionaba casi hasta la angustia. Aprovechando un silencio, me decidí a trazar estas sencillas palabras:
--¿Cómo está su alma con Dios?
Tomó la hoja, pareció no comprender y la dejó delante de sí, volvió a tomarla y la leyó por segunda vez. Seguí ansiosamente todos sus gestos apretando el Rosario en mi mano.Su rostro se había endurecido. Como para ponerse en guardia, había hecho retroceder la silla. Con mirada endurecida me asestó esta respuesta, que jamás olvidaré:
--Sepa, señor abate, que en este punto soy muy duro.
Nos miramos en silencio. Tuve la impresión de hallarme ante un doble muro infranqueable: su sordera, que me impedía hablarle y la reserva fría de su mirada. Desamparado, invoqué a Santa Teresita del Niño Jesús, pidiéndole ayuda.
Después traté de sonreír, a mi pesar, por reflejo inconciente.
Fue como el arco iris que anuncia el fin de la tormenta.
Su mirada se endulzó poco a poco. Aproximando su silla a la mía, y volviéndose hacia mí hasta situarse de frente, Maurras me dijo con su voz de sordo, un poco apagada:
--¿Qué quiere usted que le diga, y qué puede usted hacer por mí?
--Ayudarle, probablemente-- respondí
--Se lo agradezco, Padre; pero siempre hay para mí cosas no solamente incomprensibles, sino incluso, inconcebibles. Todos mis razonamientos no conducen a nada. Soy como una ardilla que vuelve a su jaula. Al cabo de los años me estrello contra los muros de una prisión. Estoy cansado de dar vueltas dentro del círculo. Hace ocho días recibí la carta de un religioso que conozco hace mucho tiempo, una larga carta. Contenía seis páginas de razonamientos. ¿Qué quiere que haga yo con eso?
En sus ojos, que no dejaba de mirar mientras él me hablaba, leí la lasitud y tristeza de su alma.
--Tengo los mayores deseos de creer--prosiguió-- Todo lo daría por eso. Tuve por madre una santa mujer y fuí educado en un colegio católico por maestros cuya memoria venero, entre otros Mons. Penon, que fue como un padre para mí. Después he tenido la desgracia de perder la fe. pero no soy ateo, como se ha pretendido para calumniarme. No lo he sido jamás.
--¿Ha renegado Ud. de la fe de su Bautismo?
--No. Jamás.
--Entonces, ¿ha dudado más que negado?
--Eso es perfectamente exacto. En mi juventud he escrito en algunos de mis libros, cosas que justamente han herido la sensibilidad de la fe de mis amigos católicos; pero lo lamento sinceramente y sería incapaz de volver a escribirlas ahora. Son las locuras de la juventud. Por otra parte, en la reedición de esos libros he suprimido o corregido los pasajes incriminados.
¿Por qué se me juzga siempre por esos pecados de juventud?
No creo que mis escritos hayan hecho perder la fe a alguien. Todo lo contrario; hay quien reconoce agradecido que en ellos ha descubierto razones para creer. Podría citarle nombres, incluso entre grandes familias protestantes, entre familiares de pastores muy conocidos. y eso que yo jamás me he mostrado tiero con el protestantismo.

" Sin la autoridad doctrinal e infalible de la Iglesia católica, el cristianismo presenta peligros a causa de la debilidad de los hombres. Esto es lo que siempre sostuve. ¿Me he equivocado? No tuve nunca la pretensión de ser un Padre de la Iglesia o un teólogo. Es la sola experiencia la que me ha instruído acerca de los peligros que para el hombre y para la sociedad entrañan ciertas doctrinas. El Bienaventurado Pío X, que poseía la experiencia de las almas, porque era un santo, y también porque había sido un Sacedrote que había gobernado un rebaño antes de gobernar la iglesia, me comprendió. Censuró algunas de mis ideas pero nunca quiso condenarme. Cuando mi madre hizo su peregrinación a Roma, fue recibida por Pio X, quien la bendijo y le declaró que me bendecía, y que mi obra tendría buen fin. Durante mucho tiempo éste fue un secreto entre ellos dos. No me había sido revelado hasta después de la muerte de quien habío sido la confidente del Papa. Esta bendición del gran Papa, renovada en diversas ocasiones, la siento siempre sobre mí. Es ella --estoy cada día más persuadido-- la que me ha sostenido en mis luchas y en mis pruebas"

Como si de golpe reviviera ciertos recuerdos, Maurras interrumpió su monólogo, se recogió durante algunos instantes y en tono menos apasionado, me dijo ponoendo la mano sobre mi brazo:
--Es preciso que le haga una confidencia. Tuve el consuelo de asistir a los últimos momentos de mi madre. estaba allí, por consiguiente, cuando el Sacerdote vino a administrarle los últimos Sacramentos, y asistí a esta emocionante ceremonia. Comprendí entonces lo que hay de grandeza y belleza sobrehumana en los Sacramentos de la Iglesia. Cuando todo hubo terminado, mi madre, a quien jamás había  visto yo rezar con tanto fervor,  volvió hacia mi su rostro iluminado por una fe y una esperanza inexpresables y me dijo: "Carlos, tú harás como yo"
Trastornado al escuchar estas confidencias, tomé su mano y nos miramos uno al otro hasta el fondo del alma. Ambos comprendimos la importancia de las palabras que acababan de ser dichas. Nos comprometían para el futuro.
Rompiendo el silencio, le formulé esta pregunta:
--¿Reza Usted?
--Sí  -- me respondió-- Algunas oraciones. Me gusta mucho el Ave María, porque yo siempre le he rendido culto a la santa Virgen. Sólo en la Iglesia Católica se honra a una mujer contanta belleza y delicadeza. en cuanto al padrenuestro es otra cosa. lo rezo, también, pero al fin tropiezo, a pesar mío con el Et ne nos induas in tentationem Entendámonos: en efecto....

Al decir esto se agitaba y volvía a hacerse razonador:

"En el texto griego de San Mateo, se dice: No nos induzcas a la tentación. Es muy fuerte. No comprendo que pueda pedirse a Dios, que es soberanamente bueno, que no engañe a las crieturas. Siempre este problema del mal, que me atormenta. No puedo comprender cómo Dios, que es el Soberano Bien, puede tolerar el mal. Ya ve usted, padre, que no carezco de distracciones cuando rezo, y de las buenas. Acabo, sin embargo, por decir Amén. He llegado, incluso a componer yo mismo mis plegarias en verso. Le dejaré que lea, pronto, en un libro que va a aparecer, una oración que rezo a Dios algunas veces. El me comprende mejor que los hombres"

Protesté, entonces y le declaré que esto era individualismo y casi protestantismo.
--No cante victoria --me dijo sonriendo-- pues los caminos que conducen a Dios son numerosos y muy diversos. Por mi parte hago lo que puedo y de acuerdo con lo que soy.
Le animé a continuar rezando sin dejarse detener en su impulso por objeciones o razonamientos. Antes de despedirme, después de la entrevista, que se hbía prolongado cerca de dos horas, quise concluír con un gesto significativo para subrayar su importancia. Durante toda la conversación yo había tenido en mi mano el Rosario. De prontó tuve la inspiración de dárselo, rogándole lo guardase y lo rezara algunas veces. Muy emocionado por mi gesto, se levantó y acercándose a mí me abrazó. 
Para corresponder a esta prueba de afecto, tracé sobre su frente la señal de la cruz.
Esta bendición formaría parte, en adelante, del ceremonial de mis visitas. a propósito de esto me diría un día, delante de Georges Calzant:
--Cuando era yo un niño no me gustaban las caricias de ciertas personas. Para borrarlas, frotaba mi carrillo con fuerza; pero su bendición me guardo bien de borrarla.
Me acompañó, como la primera vez, con pasos que se esforzaban en aparentar seguros, erguida la cabeza con el extraño gorro blanco que con la barba puntiaguda le hacían semejarse en este pasillo de clínica a algún viejo Hipócrates de hacia 1900.
Después de separarnos, me detuve en la capilla para ofrecer una acción de gracias, en la que puede comprenderse el fervor que puse.

*   *   *
Continuará...

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