jueves, 13 de noviembre de 2014

Del pecado y el pecador


Muy oportuna la entrada de Infocaótica  acerca de este asunto, que últimamente parece cerrar el paso a cualquier juicio, digamos, desde el nefasto ¿Quién soy yo para juzgar?. O como dicen los "líberals" en el Norte to be judgemental. Ya nadie puede reprochar, corregir, ni enseñar. O mejor dicho, ya nada parece digno de reproche, de corrección, o de enseñanza. Todo da igual, porque nadie tiene autoridad sobre nada ni sobre nadie, en este mundo devenido igualitario y "gradual".
Dejamos de lado el contexto relacionado con el baboso artículo de Roberto Bosca sobre el que ya se ha dicho suficiente, y porque sinceramente creemos que carece de interés particular en medio de la avalancha diaria de pavadas:

Las consideraciones generales que hacemos a continuación se pueden encontrar en manuales serios y en la Summa de Santo Tomás. Por razones de espacio y claridad, vamos a seguir a Royo Marín (Teología de la caridadTeología moral para seglares).

1. El odio al prójimo.Debemos amar al prójimo con amor de caridad. Por lo que toda forma de odio parece contraria al precepto de Cristo. Sin embargo, es necesario distinguir:

Odio de enemistad, llamado también de malevolencia, es el que desea algún mal a una persona en cuanto prójimo, o se alegra de sus males, o se entristece por sus bienes. Es el desearle mal, en cuanto es mal para él, y se opone directamente a la caridad y constituye, por lo mismo, un grave desorden moral.

Odio de abominación, llamado también odio de cualidad, consiste en aborrecer al prójimo, no en sí mismo, sino en sus obras (malas) y esto no es pecado. «La razón es porque odiar lo que de suyo es odiable no es ningún pecado, sino del todo obligatorio cuando se odia según el recto orden de la razón y con el modo y finalidad debida. Sin embargo, hay que estar muy alerta para no pasar del odio de legítima abominación de lo malo al odio de enemistad hacia la persona culpable, lo cual jamás es lícito aunque se trate de un gran pecador, ya que está a tiempo todavía de arrepentirse y salvarse. Solamente los demonios y condenados del infierno se han hecho definitivamente indignos de todo acto de caridad en cualquiera de sus manifestaciones» (Royo Marín).
Parafraseando a Escrivá, así como hay un «anticlericalismo bueno» (rechazo del clericalismo como vicio, pero no del clero, ni del estado clerical) hay un «odio bueno», que es conforme a la virtud de la caridad. Con palabras de San Agustín: «Este es el odio perfecto, que ni aborrezcas a los hombres por sus vicios, ni ames a los vicios por respeto de los hombres».

2. Amor y odio al prójimo.El amor al prójimo e incluso a los enemigos nos obliga a deponer todo odio de enemistad y todo deseo de venganza. Pero los pecadores han de ser amados como hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; de ninguna manera en cuanto pecadores. La caridad no nos permite excluir absolutamente a ningún ser humano que viva todavía en este mundo, por muy perverso y satánico que sea. Mientras la muerte no les fije definitivamente en el mal, desvinculándoles para siempre de los lazos de la caridad –que tiene por fundamento la participación en la futura bienaventuranza–,  hay que amar sinceramente, con verdadero amor de caridad, a los criminales, ladrones, adúlteros, ateos, masones, perseguidores de la Iglesia, etc. No precisamente en cuanto tales –lo que sería inicuo y perverso– pero sí en cuanto hombres, capaces todavía, por el arrepentimiento y la expiación de sus pecados, de la bienaventuranza eterna del cielo. La exclusión positiva y consciente de un solo ser humano capaz todavía de la bienaventuranza destruiría por completo la caridad (pecado mortal), ya que su universalidad constituye precisamente una de sus notas esenciales. Amar no significa sentir mucha ternura, pues el verdadero amor reside esencialmente en la voluntad. Querer bien a alguien, es querer seriamente para esa persona todo cuanto según la recta razón y la fe es bueno: la gracia de Dios y la salvación del alma primeramente, y después, todo cuanto no desvíe de este fin.Las sabias y célebres palabras de San Agustín que decía: Hay que odiar el error y amar a los que yerran, suelen frecuentemente interpretarse como si el pecado estuviese en el pecador a la manera de un libro en un estante. Se puede detestar el libro sin tener la menor restricción contra el estante, pues, aun cuando una cosa esté dentro de la otra, le es totalmente extrínseca. Sin embargo, la realidad es otra. El error está en el que yerra como la ferocidad está en la fiera. Una persona atacada por un oso, no puede defenderse dando un tiro en la ferocidad evitando herir al oso y aceptándole, al mismo tiempo, recibir un abrazo con los brazos abiertos. Santo Tomás, sobre esto, se explaya con claridad meridiana. 

El odio debe incidir no sólo sobre el pecado considerado en abstracto sino también sobre la persona del pecador. Sin embargo, no debe recaer sobre toda esa persona: no lo hará sobre su naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y recaerá sobre sus defectos, por ejemplo su lujuria, su impiedad o su falsedad. Pero, insistimos, no sobre la lujuria, la impiedad o la falsedad en tesis, sino sobre el pecador en cuanto persona lujuriosa, impía o falsa. Por eso el profeta David dice de los inicuos: los odié con odio perfecto (Ps. 138, 22). Pues, por la misma razón se debe odiar lo que en alguien haya de mal y amar lo que haya de bien. Por lo tanto, concluye Santo Tomás, este odio perfecto pertenece a la caridad. No se trata de un odio hecho apenas de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y, por tanto, virtuoso. Así es que, odiar recta y virtuosamente es un acto de caridad. 
Claramente se ve que odiar la iniquidad de los malos es lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos en cuanto malos, odiarlos porque son malos, en la medida de la gravedad del mal que hacen, y durante todo el tiempo en que perseveren en el mal. Así, cuanto mayor el pecado, tanto mayor el odio de los justos. En este sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la fe, a los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los otros al pecado, pues los odia particularmente la justicia de Dios.

3. Desear al prójimo un el mal físico bajo razón de bien moral.Los moralistas se preguntan, con Santo Tomás, si es lícito desear al prójimo un mal físico como la enfermedad o la muerte, bajo razón de bien moral, como expresión del odio de abominación. Y la respuesta es afirmativa: «No hay pecado alguno en desearle al prójimo algún mal físico, pero bajo la razón de bien moral (v.gr., una enfermedad para que se arrepienta de su mala vida). Tampoco lo sería alegrarse de la muerte del prójimo que sembraba errores o herejías, perseguía a la Iglesia, etc., con tal que este gozo no redunde en odio hacia la persona misma que causaba aquel mal» (Royo Marín).Por tanto, es lícito desear al prójimo «algún mal físico o temporal bajo el aspecto de un bien mayor, como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para que se convierta, la corrección de un escándalo (v.gr., por el encarcelamiento o destierro del que lo produce) o el bien común de la sociedad (v.gr., la muerte de un escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que no siga haciendo daño a los demás)» (Royo Marín).  

4. Desear la muerte del prójimo bajo razón de bien moral.La muerte es un mal físico, no un pecado. En sí misma considerada, es la separación del alma de su cuerpo. Al desear la muerte del prójimo en cuanto mal físico, queriendo siempre su salvación, se realiza el odio de abominación que puede ser acto de caridad. Al desear la muerte del pecador que daña al bien común, de la comunidad política o de la Iglesia, incluso pidiendo a Dios que esta ocurra pronto, se desea un mal físico (muerte) bajo razón de bien moral (bien común). Y no hay en ello ningún pecado sino más bien ejercicio de la caridad social.


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